En el artículo anterior vimos que la política es la actividad humana tendiente a la resolución colectiva de los problemas que los seres sociales tenemos en común.
Si bien pareciera que esta definición hace sencillo el abordaje de lo político, cuando uno comienza a tratar de identificar los problemas y encarar las soluciones, la situación se complejiza rápidamente.
En primer lugar, la identificación y elección de los problemas está profundamente condicionada por las situaciones particulares de las personas y los grupos, las prioridades de cada uno de ellos y sus propias concepciones de aquello que es bueno y deseable. No todos tenemos los mismos problemas, no todos tenemos las mismas prioridades y muchas veces no compartimos la misma escala de valores.
Por otro lado, al momento de encarar las soluciones comenzamos a tropezar con el problema de quienes son los agentes del cambio social, cuáles son las estrategias para promover el cambio y finalmente cómo repartimos el costo y los beneficios de las acciones que se requieren para resolver los problemas. ¿Qué tipos de cambios vamos a hacer? ¿Quienes tienen que hacer los cambios? y finalmente ¿Quién va a recibir los beneficios y los costos por ello?
Esta situación nos invita a agregar una nueva dimensión a nuestra caja de herramientas conceptual para comprender la realidad social. ¿Cómo entendemos lo social?. O más sencillamente ¿Qué es la sociedad?
Al intentar pensar sobre la sociedad aún no hay, ni en la filosofía ni en las ciencias sociales, un acuerdo acerca de la naturaleza la misma. Estas diferencias ontológicas provocan que las posiciones morales sobre las consecuencias de la acción social y la forma de entender qué es lo bueno o correcto sean diferentes.
En este artículo vamos a introducir diferentes concepciones de la sociedad. Formular sus diferencias nos permitirá entender muchas de las fracturas que vemos en el pensamiento político y en la forma en que las diferentes posiciones ideológicas abordan los problemas sociales. Para ello voy a presentar la propuesta del filósofo argentino Mario Bunge que clasifica y describe las grandes visiones filosóficas sobre qué es lo social.
El individualismo es una perspectiva que sostiene que la sociedad es el resultado de las acciones individuales. Para el individualismo una sociedad es un agregado de individuos. Las totalidades sociales (el pueblo, las clases sociales, etc.) son ficticias y las instituciones no son más que convenciones que rigen el comportamiento individual.
Puesto que las totalidades son abstracciones, estás no se pueden comportar como unidades o tener propiedades emergentes o globales. Toda propiedad de lo social es la resultante o agregación de las propiedades individuales.
Por ser ficticias, las totalidades no pueden interactuar, no pueden actuar sobre ninguno de sus miembros y no pueden evolucionar.
Para el individualismo no existe la sociedad, sólo hay personas y la unidad de análisis y de acción son las personas individuales que actúan según sus preferencias y deseos.
Entre los teóricos sociales que suscriben esta corriente individualista destacan Max Weber, quien enfatizó el papel de la acción individual en la construcción de la sociedad, y Gary Becker, representante de la teoría de la elección racional, que aplica principios económicos al comportamiento humano. En economía, Adam Smith defendió la idea de que la suma de acciones individuales, guiadas por el interés propio, genera bienestar colectivo.
Respecto a las ideologías políticas, el liberalismo clásico sostiene la primacía de los derechos individuales y la autonomía personal sobre las intervenciones estatales, mientras que el libertarianismo lleva esta idea al extremo, defendiendo un mínimo papel del Estado en la vida social y económica. También el anarcocapitalismo rechaza cualquier forma de regulación estatal, confiando en el mercado y la libre interacción entre individuos como únicos organizadores de la sociedad.
Frente a la postura individualista encontramos una visión completamente opuesta. El holismo (holos viene del griego y significa totalidad) sostiene que la sociedad es una entidad con propiedades emergentes que no pueden explicarse únicamente a partir de la suma de acciones individuales.
Para el holismo una sociedad es una totalidad que trasciende a sus miembros. La sociedad tiene propiedades gestálticas, o globales y estas propiedades son emergentes, es decir, no se pueden reducir a ninguna propiedad de las partes. Las sociedades se comportan como unidades que deben analizarse como un conjunto.
La sociedad actúa sobre sus miembros de manera más fuerte que lo que ellos reaccionan a la sociedad. Para el holismo no hay personas fuera de la sociedad. La unidad de análisis son los grupos sociales como conjunto.
Entre los teóricos sociales de concepción holista destacan Émile Durkheim, quien argumentó que la sociedad tiene una existencia propia con normas y estructuras que condicionan el comportamiento individual, y Karl Marx, cuya teoría enfatiza el papel de las clases sociales y las relaciones de producción en la determinación de la vida social.
En cuanto a ideologías políticas de inspiración holista, el colectivismo prioriza el bienestar del grupo sobre los derechos individuales, como ocurre en el socialismo, que enfatiza la propiedad colectiva y la planificación centralizada, y el comunitarismo, que subraya la importancia de las tradiciones y los valores compartidos en la organización social. Asimismo, el nacionalismo en sus versiones más estructuralistas concibe la nación como un ente superior a los individuos, cuyo destino está determinado por factores históricos y culturales colectivos.
Según Bunge cada concepción ontológica de la sociedad produce un set de consecuencias morales que tienen un fuerte impacto en la valoración y la acción política de los actores sociales.
Por ejemplo, si tenemos una visión de la sociedad individualista propondremos que los individuos, o al menos algunos de ellos, son lo más valioso, diremos que el bien mayor de la sociedad es el interés propio individual junto con la libertad de alcanzarlo y sostendremos que la única función legítima de las instituciones es salvaguardar o fomentar las libertades o intereses individuales.
Por el contrario, si sostenemos una visión holista de la sociedad, defenderemos que las totalidades sociales (el pueblo, la clase social, la religión, etc.) son de máximo valor, que el mayor bien de la sociedad es la totalidad, junto con el deber de preservarla y que los personas más valiosas son aquellas que buscan el bien de la totalidad.
Mario Bunge critica ambas concepciones dominantes de sociedad. Para el filósofo, el individualismo produce un reduccionismo extremo. Al explicar los fenómenos sociales únicamente a partir de las acciones individuales ignora la influencia de las estructuras e instituciones. Considera además que esta perspectiva asume una falsa autonomía del individuo, desconociendo cómo las normas, valores y contextos sociales modelan su comportamiento.
Por otra parte, el individualismo niega las propiedades emergentes de la sociedad, como la cultura o las instituciones, que no pueden reducirse a decisiones individuales. Su falta de un enfoque sistémico impide comprender la complejidad de las interacciones sociales, y su sesgo ideológico tiende a justificar el statu quo y la desigualdad al centrarse en la responsabilidad individual sin considerar factores estructurales.
Entre sus limitaciones destacan la incapacidad para explicar fenómenos colectivos, la omisión del papel de la historia y las condiciones sociales en la conducta humana, y la tendencia a minimizar la influencia de las desigualdades sistémicas.
Mario Bunge critica el holismo por su excesivo determinismo, al considerar que los individuos están completamente moldeados por las estructuras sociales, lo que minimiza su capacidad de acción y cambio. Señala que este enfoque reifica la sociedad, tratándola como una entidad independiente de las personas, lo que lleva a explicaciones abstractas y poco operativas. Además, su desconexión con la acción individual dificulta explicar la creatividad, la resistencia y la transformación social. En ocasiones, el holismo ha sido utilizado para justificar sistemas autoritarios al priorizar lo colectivo sobre los derechos individuales.
Sus principales limitaciones incluyen la dificultad para explicar cambios sociales, la falta de reconocimiento de la agencia individual y la tendencia a caer en el dogmatismo ideológico al asumir la primacía absoluta de las estructuras sobre los sujetos.
Para superar las limitaciones de ambos enfoques, Mario Bunge propone una perspectiva sistémica. Según el filósofo debemos entender a la sociedad como un sistema compuesto por individuos que interactúan dentro de un marco estructural que los condiciona, pero sin eliminar su capacidad de acción.
Para el sistemismo la sociedad es un sistema de subsistemas cambiantes. Por ser un sistema, la sociedad posee propiedades globales o sistémicas. Aunque algunas de ellas sean resultantes, otras son emergentes, aunque originadas en los componentes individuales y su interacción.
Para el enfoque sistémico lo importante son las relaciones entre personas y subsistemas. La unidad de análisis son las interacciones que se producen en la sociedad.
Para Bunge, adoptar una mirada sistémica permite un reconocimiento de las estructuras y comprender que las instituciones, normas y relaciones sociales tienen un papel central en la configuración del comportamiento individual.
Al mismo tiempo, asume un reconocimiento del individuo y que las personas tienen agencia y pueden modificar las estructuras sociales.
Finalmente el enfoque sistémico no ve la sociedad como algo estático, sino como un sistema en constante cambio debido a la interacción entre individuos y estructuras.
Entre sus principales ventajas, el enfoque sistémico permite analizar los problemas sociales de manera integral, evitando reduccionismos y explicaciones simplistas. Al considerar tanto la agencia individual como la influencia de las estructuras, facilita el diseño de políticas públicas más efectivas, basadas en la interacción entre actores y contextos. También brinda herramientas metodológicas más precisas, combinando análisis cualitativos y cuantitativos para identificar patrones y mecanismos causales en la sociedad. Además, su carácter dinámico lo hace adaptable a distintos niveles de análisis, desde dinámicas grupales y problemas urbanos hasta transformaciones económicas y políticas globales.
Desde una perspectiva individualista, el problema del desorden del tránsito urbano se diagnosticaría como el resultado de las decisiones y comportamientos individuales de los conductores, peatones y ciclistas, atribuyéndolo a la falta de responsabilidad personal, el incumplimiento de normas y la racionalidad de los actores al optimizar sus tiempos de desplazamiento.
Las políticas propuestas desde esta concepción se centrarían en incentivos y sanciones dirigidas a modificar la conducta individual, como multas más estrictas, campañas de concienciación sobre seguridad vial, el uso de tecnología para mejorar la fiscalización (como cámaras y radares), y la promoción de soluciones de mercado, como el cobro por congestión o peajes urbanos, que desincentiven el uso excesivo del automóvil sin una intervención estatal directa en la infraestructura vial.
Por el contrario, desde una perspectiva holista, el desorden del tránsito urbano se diagnosticaría como el resultado de factores estructurales, como la planificación deficiente de la ciudad, la falta de transporte público eficiente, el crecimiento desorganizado del parque automotor y la distribución desigual del espacio vial entre distintos actores. En lugar de centrarse en las decisiones individuales, este enfoque considera que el problema surge de fallas globales en las políticas urbanas, en las normas que regulan la movilidad o en la cultura de las personas o grupos que circulan por las calles.
Las propuestas desde esta concepción incluirían una reestructuración del diseño urbano para favorecer el transporte público y la movilidad sostenible, la inversión en infraestructura vial adecuada, la regulación del acceso a vehículos privados en zonas de alta congestión y el desarrollo de políticas integradas que combinen planificación territorial, incentivos al uso del transporte público y restricciones a la expansión descontrolada del tránsito automotor.
Desde el enfoque sistémico, propuesto por Mario Bunge, la política pública integraría ambos niveles de análisis, combinando estrategias que incidan tanto en el comportamiento individual como en la transformación estructural. Se consideraría que el tránsito es el resultado de una interacción dinámica entre los actores y las condiciones del entorno, por lo que las soluciones incluirían incentivos para la adopción de hábitos responsables, junto con reformas en la planificación urbana y el diseño de infraestructura eficiente.